El Sacristán
por W. Somerset Maugham. (Título original: The Verger)
Aquella tarde se había celebrado un bautizo en la iglesia de San Pablo en
Neville Square, y Albert Edward Foreman aún llevaba su vestimenta de
sacristán.
Tenía una prenda nueva, de pliegues tan rígidos y voluminosos que parecía
hecha no de lana de alpaca sino de bronce escultural, pero ésta la reservaba
para bodas y funerales pues cuando de tales ceremonias se trataba la iglesia de
San Pablo era la predilecta entre la gente de bien. La que vestía ahora estaba
un tanto usada, condición sin embargo que no le impedía llevarla con cierta
complacida dignidad puesto que conformaba señal y símbolo del oficio que
desempeñaba, y cierto era que las veces que andaba sin ella (se la quitaba
antes de irse a casa) siempre experimentaba la sensación desconcertante de ir
algo ligero de ropa.
Le dedicaba un cuidado esmerado: era él mismo quien la lavaba y planchaba.
Había poseído varias de estas vestimentas a lo largo de los dieciséis años que
venía ejerciendo de sacristán en la iglesia, y jamás se había sentido capaz
de deshacerse de ninguna de ellas cuando ya no servía. De este modo, cada
vez que tocaba retirar una, ésta - cuidadosamente envuelta en papel de color
marrón - iba a sumarse a la ya larga secuencia que llenaba los últimos cajones
del armario en su habitación.
Ahora el sacristán se atareaba discretamente; volvió a colocar la tapa de
madera pintada sobre la pila de mármol, retiró la silla que se había traído para
una señora anciana y achacosa y luego se quedó esperando a que el párroco
terminara en la sacristía para poder ordenarla e irse a casa. Al cabo de un rato
le vio cruzar la cancillería y santiguarse ante el altar principal, para después
venir caminando en su dirección por el pasillo central; aún no se había quitado
las propias vestimentas.
- Y éste, ¿por qué no se menea? - dijo el sacristán para sus adentros - ¿es que
no ve que un servidor tiene hambre?
Poco tiempo hacía que el aludido, un hombre cuarentón de facciones
coloradas, ostentaba el título de párroco en Neville Square, y Edward Albert
aún lamentaba la marcha de su predecesor, un clérigo a la vieja usanza quien
predicaba sermones lánguidos con una voz plateada y salía a cenar a menudo
con los más aristocráticos de sus feligreses. Si bien le gustaba tener cada
cosa en su lugar no se le podía tachar de maniático; éste en cambio insistía
en meter las narices en todo. Pero Edward Albert era tolerante: el nuevo
reverendo provenía del East End y no se podía esperar que se adaptara de la
noche al día a las costumbres discretas de su gentil congregación.
- Todo este trajín - se dijo Edward Albert. - Pero tiempo al tiempo, ya
aprenderá.
Cuando el pastor hubo avanzado por el pasillo lo suficientemente como para
poder dirigirse a su sacristán sin alzar indecorosamente la voz, se detuvo.
- Foreman, haz el favor de acompañarme a mi oficina un momento. Quisiera
hablar contigo.
- Como desee señor.
El religioso le aguardó hasta que estuvo a su lado y entonces los dos hombres
caminaron juntos por la iglesia.
- Muy bonito el bautizo, señor, de veras. Me he fijado en como la criatura ha
dejado de llorar cuando usted la ha tomado en sus brazos.
- Yo también me he fijado a menudo en eso - dijo el cura con una leve sonrisa.
- Al fin y al cabo he tenido bastante experiencia.
Ya sabía que las más de las veces era capaz de calmar a un lactante
lloriqueante con su manera de sostenerlo y esto le era motivo de un sosegado
orgullo; tampoco se mostraba del todo indiferente a la divertida admiración
con que las madres y niñeras le observaban mientras acomodaba al recién
nacido sobre la manga de la sobrepelliz. El sacristán por su parte sabía que le
gustaba que este don suyo fuera reconocido.
El párroco entró primero en la sacristía, y Albert Edward se sorprendió un
poco cuando al seguirlo se encontró allí con dos miembros del consejo, a
quienes no había visto entrar. Le saludaron inclinando amablemente la cabeza.
- Buenas tardes milord. Buenas tardes señor. - Les dijo al uno y al otro.
Eran dos señores de edad avanzada, y llevaban en sus cargos casi tanto tiempo
como Edward Albert en el suyo. Estaban sentados detrás de una hermosa
mesa de refectorio que el párroco anterior había traído años atrás de Italia;
el actual tomó asiento en la silla que había entre los dos. Edward Albert
les quedó mirando, con la mesa de por medio, y con un ligero malestar se
preguntaba cuál podría ser el problema. Se acordaba de aquella ocasión
cuando la organista se había metido en una situación comprometida y de
cuántas molestias les costó tapar el asunto. En una iglesia como la de San
Pedro en Neville Square, no podían permitirse escándalos. La cara rubicunda
del párroco componía una expresión de resolución benigna, pero a los otros
dos se les veía bastante incómodos.
- Les tiene mareados, eso es - se dijo el sacristán. – Les ha estado dando la
lata para que hagan algo, y ese algo no les gusta para nada. Eso es lo que hay,
podría jurármelo.
Estos pensamientos, sin embargo, no se le podían leer en las facciones
elegantes y distinguidas. Permanecía de pie mirándoles con una actitud
respetuosa, pero de ninguna manera obsequiosa; antes de desempeñar su
actual oficio eclesiástico había sido mayordomo, y eso en las mejores casas,
por lo que sus modales eran irreprochables. Había empezado como recadista
de un mercader ricachón, y poco a poco había avanzado desde el puesto de
cuarto ayudante de cámara hasta primero; luego durante un año sirvió de
mayordomo en casa de la viuda de un noble y más tarde, hasta que le salió el
puesto en la iglesia, había ejercido el mismo oficio en casa de un embajador
retirado con dos hombres a sus ordenes. Era alto, delgado y digno; su aspecto
recordaba si no el de un duque, por lo menos el de un actor a la vieja usanza
especializado en encarnar duques. Se portaba con tacto, firmeza y entereza. El
suyo era un carácter impecable.
El párroco empezó sin preámbulos:
- Foreman, tenemos algo desagradable que decirte. Llevas muchísimos años
aquí y creo que Su Excelencia y el General estarán de acuerdo conmigo
cuando digo que has cumplido las responsabilidades de tu cargo a la
satisfacción de todos.
Los dos coadjutores asintieron con la cabeza.
- Pero el otro día llegué a enterarme de la más extraordinaria de las
circunstancias y me creí en la obligación de comunicárselo a los señores del
consejo. He sabido para mi asombro que no sabes ni leer ni escribir.
La cara del sacristán no se inmutó:
- El último reverendo lo sabía señor, - le contestó – y no le importaba para
nada. Siempre decía que había demasiados maestrillos y librillos para su
gusto.
- Es la cosa más increíble que he oído, - exclamó el General. - ¿Quieres decir
que llevas dieciséis años como sacristán en esta iglesia, y nunca has aprendido
ni a leer ni a escribir?
- Empecé en el servicio doméstico cuando tenía doce años, señor. La cocinera
donde mi primera colocación intentó enseñarme una vez, pero no le pillaba el
truco, que digamos, y luego con una cosa y otra ya no tuve tiempo. Y nunca
me ha hecho falta, la verdad; me parece que hoy en día hay muchos jóvenes
que pierden su tiempo leyendo cuando podrían estar haciendo algo más
provechoso.
- Pero ¿no quieres leer las noticias? – preguntó el otro caballero. - ¿Nunca has
querido escribir una carta?
- No milord, me parece que me las arreglo así como estoy. Y resulta que
últimamente los periódicos traen muchas fotografías y ellas me ayudan
bastante a mantenerme al corriente. Luego si quiero escribir una carta, pues mi
señora esposa es muy instruida y ella me la hace. Y tampoco soy de los que
corren apuestas.
Perturbados, los dos coadjutores miraron de reojo al párroco y después
bajaron la vista a la mesa.
- Bien, Foreman, he hablado de este asunto con los señores del consejo y
están completamente de acuerdo conmigo en que esta situación es imposible.
No podemos permitir que el sacristán de una iglesia como la nuestra sea
analfabeto.
Albert Edward no dijo nada, pero su cara delgada y normalmente cetrina se
puso colorada.
- Compréndeme Foreman, no tengo ninguna queja contra ti personalmente.
Desempeñas tu trabajo satisfactoriamente y tengo la más alta opinión tanto
de tu carácter como de tu capacidad; pero en toda conciencia no podemos
seguir corriendo el riesgo de que nos ocurra alguna desgracia debido a esta
lamentable ignorancia tuya. Es una cuestión no sólo de principios sino de
prevención.
- Oye Foreman, ¿y no podrías aprender..? – preguntó el General.
- No señor, me temo que no; ya no. Verá, ya no soy tan joven y si no me
entraban las letras antes cuando era un chavalín pues con menos razón iban a
entrarme ahora.
- No queremos ser injustos contigo Foreman, pero los consejeros y yo nos
hemos decidido: te concederemos tres meses y si al término de dicho plazo
todavía no has remediado esta falta me temo que tendremos que prescindir de
tus servicios.
A Albert Edward no le había gustado nunca el nuevo párroco. Llevaba
diciendo desde el principio que habían metido la pata mandándole para la
iglesia de San Pablo. Carecía de la clase necesaria para una congregación tan
fina. Ahora se irguió un poco: él mismo conocía su propio valor y no iba a
permitir que le avasallaran.
- Lo siento mucho señor, pero me temo que no hay remedio. Tengo la
mollera demasiado dura ya para que me entren cosas nuevas. He vivido todos
estos años, que no son pocos, sin saber leer ni escribir y sin querer pecar
de orgulloso, pues quien a sí mismo se alaba mal acaba, no tengo reparos
en decirle que he cumplido con mi deber en esta vocación que la divina
providencia ha querido que yo ejerza, y aun si pudiera aprender ahora pues
dudo mucho que quisiera.
- Muy bien Foreman. Así las cosas me temo que tendrás que marcharte.
- Si señor, comprendo, por mí no hay inconveniente. Renunciaré tan pronto
haya encontrado usted a quien me sustituya.
Pero cuando Albert Edward, con su educación de siempre, hubo cerrado
la puerta tras él, dejando allí al párroco con los dos coadjutores, no podía
mantener el aire de imperturbable dignidad con la que había encajado el
duro golpe recibido, y empezaron a temblarle los labios. Se fue caminando
lentamente a la sacristía donde colgó sus vestimentas en la percha que las
aguardaba. Se le escapó un suspiro mientras pensaba en todos los funerales
solemnes y todas las bodas elegantes que había presenciado. Ordenó las cosas,
se puso el abrigo, y con el sombrero en la mano volvió por el pasillo. Cerró
la puerta principal y echó la llave. Caminando lentamente, cruzó la plaza,
pero tan sumido iba en sus lúgubres pensamientos que dejó atrás la calle que
conducía a su casa y la buena y reconfortante taza de té que allí le esperaba;
en fin, se equivocó de camino. Caminaba muy lento: no sabía qué hacer. No
le apetecía nada volver al servicio doméstico; después de pasar tantos años sin
otro amo que él mismo – porque dijeran lo que dijeran el párroco y el consejo,
era él quien aseguraba el buen funcionamiento de la iglesia – no podía
rebajarse ahora a buscar una colocación. Tenía sus ahorros, pero la cantidad,
aunque no despreciable, no era suficiente como para vivir sin trabajar y menos
aún cuando la vida cada año resultaba más cara. Nunca se le había ocurrido
pensar en esta eventualidad: los sacristanes de la iglesia de San Pablo, como
los Papas de Roma, tenían un cargo vitalicio. A menudo había pensado en el
sermón que dedicaría el reverendo, en los maitines del primer domingo tras su
muerte, al carácter ejemplar del finado sacristán Albert Edward Foreman y el
largo y fiel servicio por él brindado. Suspiró profundamente. Nuestro Albert
Edward no fumaba y era totalmente abstemio, aunque se concedía a sí mismo
cierta licencia; es decir, gustaba de tomar un vaso de cerveza con su cena y
cuando se sentía cansado le apetecía fumar un buen cigarrillo: ahora pensó
que fumarse uno le consolaría y como nunca llevaba tabaco encima empezó
a mirar arriba y abajo en busca de un sitio que expendiera Gold Flake. Al no
ver ninguna tabaquería echó a caminar un poco más; era una calle larga que
contaba con abundantes tiendas, pero no había ninguna donde uno pudiera
comprarse tabacos.
- Qué raro – se dijo Edward Albert.
Para estar seguro volvió a bajar por la misma calle que acababa de subir:
no, ya no le cabía ninguna duda. Entonces se quedó un rato allí, mirando
pensativamente a su alrededor.
- No puedo ser el único hombre que haya caminado por esta calle y querido
echarse un pitillo – pensó. - Ya creo que uno podría hacerse un buen negocio
aquí si montara una tiendecita. De tabacos y golosinas, quiero decir.
Dio un respingo.
- Oye, pues vaya una idea – se dijo. – Es extraño como te vienen las ideas
cuando menos las esperas.
Y dio media vuelta y fue caminando a casa.
- Muy callado te veo esta tarde, Edward Albert – observó su mujer después de
la cena.
- Es que estoy pensando – contestó.
Miró el asunto desde los cuatro costados y el día siguiente volvió a caminar
por la calle de la víspera; la suerte le acompaño pues dio con una tiendecita
en alquiler que parecía ajustarse exactamente a sus propósitos. Al otro día
ya había firmado el contrato y, cuando un mes más tarde abandonara para
siempre la iglesia de San Pablo en Neville Square, Albert Edward Foreman
estableció su pequeño negocio de tabaquería y papelería. Su esposa opinó que
era una vergüenza que uno que había sido sacristán en Neville Square tuviera
que rebajarse tanto, pero él respondió que soplaban vientos de cambio y que la
iglesia ya no era como antes, y que en adelante él daría a César lo que era de
César. A Albert Edward las cosas le fueron muy bien, tanto que después de un
año se le ocurrió que podría contratar a un encargado y poner otra tiendecita,
de modo que buscó otra calle larga y sin tabaquería que tuviera un local en
alquiler, y cuando la encontró allí puso otro negocio y lo aprovisionó. Esta
empresa también fue un éxito. Entonces razonó que si era capaz de llevar dos
tiendas pues muy bien podría llevar varias, así que se echó a caminar por la
ciudad de Londres y cada vez que encontraba locales en alquiler en calles
largas y sin tabaquería, los tomaba. En el transcurso de diez años adquirió
nada menos de diez tiendas y estaba ganando dinero a espuertas.
Cada lunes él iba personalmente a cada una de sus tiendas para recoger las
ganancias de la semana y llevarlas al banco. Una mañana cuando estaba
depositando un gran fajo de billetes y una pesada bolsa de monedas, el
cajero le dijo que el director deseaba verle. Le condujeron a un despacho y el
director le saludó con un apretón de manos.
- Señor Foreman, quería hablar con usted sobre el dinero que tiene depositado
con nosotros. ¿Sabe a cuánto asciende?
- Bueno señor, no llevo las cuentas hasta la última libra como quien dice, pero
en números redondos creo que sí.
- Sin contar lo que ha ingresado esta mañana, su haber supera ya las treinta
mil libras. Es una cantidad importante y hubiera pensado que sacaría usted un
mayor rendimiento mediante algunas inversiones.
- No quisiera hacer nada arriesgado, señor. Yo sé que está a buen recaudo aquí
en el banco.
- No debe preocuparse en absoluto. Le haremos una lista de valores de
primera, le aportarán unos intereses que a nosotros francamente sería
imposible ofrecerle.
Una sombra de duda descendió sobre los rasgos distinguidos del señor
Foreman. – No me he metido nunca en aquello de valores y acciones. Tendría
que dejarlo todo en sus manos. – Dijo.
El director sonrió. – Deje los detalles a nuestra cuenta. Lo único que tendrá
que hacer es firmar las autorizaciones.
- Bueno, así las cosas todo parece fácil – dijo Albert, poco convencido. – Pero
¿cómo habría de saber qué clase de cosa estoy firmando?
- Sabe usted leer, supongo – dijo el director, impacientándose un poco.
El señor Foreman le dirigió una sonrisa cándida:
- Bueno señor, ahí está la cosa. No puedo. Sé que parece raro, pero es así, no
sé ni leer ni escribir; únicamente mi nombre, y eso sólo cuando empecé con
los negocios.
El director saltó de su asiento, de tan sorprendido estaba: - ¡Esta es la cosa
más extraordinaria que he oído jamás!
- Verá usted, cómo se lo explico… Es que nunca tuve oportunidad de aprender
hasta que era demasiado tarde, y entonces no quise. No sé, me puse como
terco.
El director del banco le miraba con ojos desorbitados, como si contemplara
algún engendro prehistórico.
- ¿Pretende decirme que ha montado este importante negocio y amasado una
fortuna de treinta mil libras sin saber empuñar una pluma? Dios bendito,
¡dónde estaría ahora este hombre si pudiera leer y escribir!
- Eso sí se lo puedo decir, señor – dijo Albert Edward Foreman, un amago de
sonrisa apareciendo en sus aún aristocráticas facciones – yo sería el sacristán
de la iglesia de San Pablo en Neville Square.
Maestro de las Letras
lunes, 21 de octubre de 2013
domingo, 20 de octubre de 2013
"Aquí empieza nuestra historia", por Tobías Wolff
La niebla entró
temprano otra vez. Este era el décimo día consecutivo. Los camareros y las
camareras se reunieron junto al ventanal para verla, y Charlie empujó su
carrito a través del comedor para poder mirarla con ellos mientras llenaba los
vasos de agua. Las barcas iban entrando adelantándose a la niebla, que se
alzaba amenazadora tras ellas como una enorme ola. Las gaviotas planeaban desde
el cielo hasta los pilones del muelle, donde se sacudían las plumas, se
balanceaban de un lado a otro y miraban furiosas a los turistas que pasaban.
La niebla cubrió
los puntales del parque. El puente parecía flotar suelto a medida que la niebla
penetraba ondulante en el puerto y empezaba a dar alcance a las barcas. Una por
una las fue engullendo a todas.
–Eso es lo que yo
llamo espeluznante –dijo uno de los camareros–. No me harías salir de ahí fuera
ni por amor ni por dinero.
–Bonita
conversación –dijo el camarero.
Una camarera dijo
algo y los demás echaron a reír.
El maître salió de
la cocina e hizo chascar los dedos.
–¡Chico! –gritó.
Una de las
camareras se volvió y miró a Charlie, el cual dejó la jarra con la que estaba
sirviendo el agua y empujó el carrito a través del comedor hasta el lugar que
le estaba asignado. Durante la siguiente media hora, hasta que llegó el primer
cliente, Charlie dobló servilletas y puso cuadraditos de mantequilla en
pequeños cuencos llenos de hielo picado, y pensó en las cosas que le haría el
maître si alguna vez tuviera al maître en su poder.
Pero esto era un
entretenimiento; en realidad no odiaba al maître. Odiaba este trabajo sin
sentido y su temor a perderlo, y más que nada odiaba que le llamaran chico,
porque eso le hacía más difícil pensar en sí mismo como un hombre, cosa que
estaba aprendiendo a hacer.
Esa noche sólo
entraron en el restaurante unos cuantos turistas. Todos ellos estaban solos,
con las bolsas de sus compras en la silla de enfrente, y miraron
taciturnos en dirección al Golden Gate, aunque no se veía nada más que la
niebla presionando contra los ventanales y unas gotas de agua grasienta
resbalando por el cristal. Como la mayoría de la gente que está sola, pidieron
los platos más baratos, gamas o bacalao o el “Plato del Capitán”, y quizás una
jarra pequeña de vino de la casa. Los camareros le sirvieron de manera descuidada.
Los turistas comieron muy despacio, dieron excesivas propinas y se marcharon
más profundamente hundidos en la decepción que antes.
A las nueve de la
noche el maître mandó a casa a todos los camareros, excepto a tres, y se fue
él. Charlie esperó que le hiciese también a él una indicación, pero le dejó de
pie junto a su carrito, donde dobló más servilletas y renovó el hielo a medida
que se derretía en los vasos de agua y bajo los cuadraditos de mantequilla. Los
tres camareros no paraban de irse a la despensa a fumar droga. Para cuando
cerraron el restaurante estaban tan colocados que apenas podían tenerse en pie.
Charlie emprendió
la vuelta a casa por el camino más largo, por Columbus Avenue, porque el
Columbus Avenue tenía las farolas más luminosas. Pero con esta niebla las
farolas eran sólo una presencia, una mancha lechosa aquí y allí entre el vapor.
Charlie anduvo despacio y pegándose a las paredes. No se encontró a nadie en el
camino; pero una vez, cuando se detuvo para secarse la humedad de la cara, oyó
un extraño ruido de pasos tras él, y al volverse vio a un perro de tres patas
surgir entre la niebla. Pasó junto a él dando una serie de sacudidas y
desapareció.
–Dios –dijo
Charlie.
Luego se rió, pero
el sonido fue poco convincente y decidió meterse en algún sitio durante un
rato.
Justo a la vuelta
de la esquina, en Vallejo, había un café donde Charlie iba a veces en sus
noches libres. Jack Kerouac había mencionado este café en The
Subterraneans. Hoy en día los clientes eran fundamentalmente italianos que
venían a escuchar la música del tocadiscos automático, que estaba lleno de
óperas italianas, pero Charlie siempre levantaba la cabeza cuando entraba
alguien; podía ser Ginsberg o Corso, que pasaban por allí recordando los viejos
tiempos. Le gustaba sentarse allí con un libro abierto sobre la mesa,
escuchando la música que él consideraba clásica. Le gustaba pensar que la mujer
grosera y desastrada que le traía su cappucino había sido en
otros tiempos la amante de Neil Cassady. Era posible.
Cuando Charlie
entró en el café, los únicos clientes que había eran cuatro viejos sentados en
una mesa junto a la puerta. Él cogió una mesa al otro lado del local. Alguien
se había dejado una revista italiana de cine en la silla junto a la suya.
Charlie ojeó las fotografías, llevando el ritmo de “El coro del yunque” con los
dedos, mientras la camarera le preparaba su cappucino. La máquina
del café silbó cuando ella le dio a la manivela. El local se llenó del grato
olor del café. Charlie notó también el olor a pescado y se dio cuenta de que
venía de él, que apestaba a pescado. Sus dedos se quedaron inmóviles sobre la
mesa.
Pagó a la camarera
cuando ella le sirvió. Tenía la intención de beberse el café y marcharse.
Mientras esperaba a que el café se enfriara entró una mujer con dos hombres.
Miraron a su alrededor, conferenciaron y finalmente se sentaron en la mesa
contigua a la de Charlie. No bien se sentaron empezaron a hablar sin
preocuparse de si Charlie les oía. Él escuchó, y al cabo de unos minutos empezó
a lanzarles miradas. No lo notaron o no les importó. Se mostraban indiferentes
a su presencia.
Charlie dedujo de
su conversación que los tres eran miembros del coro de una iglesia y que iban a
de copas después de ensayar. La mujer se llamaba Audrey Tenía el lápiz de
labios corrido, lo cual hacía que su boca pareciese un poco torcida. El marido
de Aubrey era alto y corpulento. Cambiaba de postura constantemente, arañando
el suelo con las patas de su silla al hacerlo, y pasaba su sombrero de una
rodilla a la otra repetidas veces. A pesar de su corpulencia, el traje verde
que llevaba le sentaba perfectamente. Se llamaba Truman, y el otro hombre se
llama George. George tenía una voz tranquila y aguda, que disfrutaba
utilizando. Charlie le vio escuchándose al hablar. Era profesor de algo, cosa
que no sorprendió a Charlie. George le recordaba a los catedráticos jóvenes que
había tenido en sus tres años de universidad: gafas sin montura, jersey de
cuello vuelto, el fantasma de una sonrisa siempre en los labios. Pero
George no era joven realmente. Su cabello abundante, con raya al medio, había
empezado a encanecer.
No, al parecer sólo
Audrey y George cantaban en el coro. Le estaban contando a Truman un viaje que
habían hecho recientemente a los Ángeles, a un festiva de cors. Truman miraba
alternativamente a su mujer y a George según hablaban, y meneaba la cabeza
cuando describían los lamentables caracteres de los otros miembros del coro y
las excentricidades del director del mismo.
–Por supuesto, el
padre Wes no es nada comparado con monseñor Strauss –dijo George–. Monseñor
Stauss estaba positivamente loco.
–¿Straus? –dijo
Truman–. ¿Quién es Strauss? El único Strauss que conozco es Johann.
Truman miró a su
mujer y se rió.
–Perdona –dijo
George–. Estaba siendo críptico. George a veces se olvida de lo elemental.
Cuando conoces a alguien como monseñor Strauss supones que todo el mundo ha
oído hablar de él. Monseñor fue nuestro director durante cinco años, antes de
la toma de posesión del padre Wes. Le dio un ataque de religiosidad y se fue al
subcontinente justo antes de que Audrey se uniera a nosotros, así que,
naturalmente, no tenías por qué conocer el nombre.
–¿El subcontinente?
–dijo Truman–. ¿Qué es eso? ¿La
Atlántida ?
–Por Dios santo,
Truman –dijo Audrey–. A veces me avergüenzas.
–La India –dijo George–.
Calcuta. La Madre Teresa y
todo eso.
Audrey le puso una
mano en el brazo a George.
–George –dijo–,
cuéntale a Truman esa maravillosa historia que me contaste a mí acerca de
monseñor Strauss y el filipino.
George sonrió para
sí.
–Ah, sí –dijo–,
Miguel. Es una larga historia, Audrey. Quizá sería mejor dejarla para ota
noche.
–Si es tan larga…
–dijo Truman.
–No lo es –dijo
Audrey. Golpeó con los nudillos sobre la mesa–. Cuenta la historia, George.
George miró a
Truman y se encogió de hombros.
–No le eches la
culpa a George –dijo. Se bebió lo que quedaba de coñac–. De acuerdo. Aquí
empieza nuestra historia. Monseñor Strauss tenía algún dinero y todos los años
viajaba a lugares exóticos. Al regresar a casa siempre traía algún recuerdo
extraño que había adquirido en sus viajes. De Argentina se trajo unas semillas
que se convirtieron en plantas cuyas flores olían a, con perdón, merde.
Las había comprado en una tienda argentina de artículos de broma, si te puedes
imaginar semejante cosa. Cuando volvió de Kenya pasó de contrabando un lagarto
que cazaba moscas con la lengua a una distancia a metro y medio. Monseñor
llevaba este lagarto a todas partes sobre un dedo, y cuando una mosca se ponía
a tiro decía: “¡Mirad esto!”, y apuntaba al lagarte como si fuera una pistola,
y paf… se acabó la mosca.
Audrey apuntó a
Truman con un dedo y dijo:
–Paf.
Truman se limitó a
mirarla.
–Necesito otra copa
–dijo Audrey, y le hizo una seña a la camarera.
George pasó un dedo
por el borde su copa de coñac.
–Después del
lagarto –continuó– hubo un enorme roedor vivo que acabó en el zoo, y después
del roedor vino un ser humano de diecinueve años originario de las Islas
Filipinas. Se llamaba Miguel López de Constanza, y era un taxista de Manila a
quien monseñor había contratado como chófer durante su estancia allí y al cual
le había cogido afecto. Cuando monseñor volvió tocó unas cuantas teclas en
Inmigración y unas semanas más tarde llegó Miguel. No hablaba inglés realmente,
sólo unas cuantas palabras chapurreadas para los turistas de Manila. El primer
mes o cosa así se alojó con monseñor en la rectoría; luego encontró una
habitación en el hotel Overland y se trasladó allí.
–El hotel Overland
–dijo Truman– Eso es un tugurio lleno de drogotas en la parte alta de Grant.
–El hotel
Sobredosis –dijo Audrey. Cuando Truman la miró, ella aclaró–: Así es como le
llaman.
–Pareces estar muy
puesta en la nomenclatura –comentó Truman.
La camarera vino
con las bebidas. Cuando vació la bandeja se quedó de pie detrás de Truman y
empezó a escribir en un cuaderno que llevaba. Charlie deseó que no se acercara
a su mesa. No quería que los otros se fijaran en él. Adivinarían que había estado
escuchándoles y quizá no les agradara la idea. Podrían dejar de hablar. Pero la
camarera terminó de hacer sus anotaciones y se volvió a la barra sin mirar
siquiera a Charlie.
Los viejos sentados
junto a la puerta estaban discutiendo en italiano. La ventana que había tras
ellos estaba toda empañada, y Charlie notó la próxima mitad de la niebla. El
tocadiscos tragaperras brillaba en el rincón. La canción que estaba sonando
acabó bruscamente, la maquinaría zumbó y volvió a sonar “El coro del yunque”.
–¿Y por qué el
hotel Overland? –preguntó Truman.
–Truman prefiere el
Fairmont –dijo Audrey–. Truman cree que todo el mundo debiera alojarse en el
Fairmont.
–Miguel no tenía
dinero –explicó George–. Sólo el que le daba monseñor. La idea era que se
quedara allí justo el tiempo suficiente para aprender inglés y un oficio. Luego
conseguiría un trabajo y podría mantenerse.
–Parece razonable
–dijo Truman.
Audrey se echó a
reír.
–Truman, me haces
gracia. Eso es exactamente lo que pensé que dirías. Pero demos
la vuelta a las cosas por un minuto. Digamos que por alguna razón tú, Truman,
te encuentras en Manila sin un céntimo. No conoces a nadie, no entiendes nada
de lo que hablan y vas a parar a un hotel donde la gente se está pinchando y
palmándola en las escaleras y prendiendo fuego a sus habitaciones todo el rato.
¿Cuánto español aprenderías viviendo de esa manea? ¿Qué clase de oficio? Sé
realista. Esa no es una existencia razonble.
–San Francisco no
es Manila –dijo Truman–. Créeme, yo he estado allí. Por lo menos aquí tienes
una posibilidad. Además, no es cierto que no conociera a nadie. ¿Qué pasa con
monseñor?
–Fantástico –dijo
Audrey–. Un cura que va por ahí con un lagarto en un dedo. Un amigo estupendo.
O, como tú dirías, un contacto estupendo.
–Nunca, que yo sepa,
he usado la palabra contacto en ese sentido –dijo Truman.
George había estado
con la vista clavada en su copa de coñac, que sostenía con ambas manos.
Levantó los ojos y miró a Audrey.
–En realidad
–dijo–, Miguel no estaba totalmente perdido. De hecho, se las arregló bastante
bien durante algún tempo. Monseñor Strauss le metió en un curso para mecánicos
en la casa Porsche-Audi en Van Ness, y aprendía el inglés a una velocidad
tremenda. Es asombroso, ¿verdad?, lo que uno es capaz de hacer cuando no tiene
alternativa –George hizo rodar la copa entre las palmas de sus manos–.
Los drogotas le dejaron en paz, por muy increíble que parezca. No se metían con
él en los vestíbulos ni nada. Era como si Miguel viviera en una dimensión
distinta de la suya, y en cierto modo así era. Iba a misa diariamente y cantaba
en el coro. Allí fue donde yo le conocí. Miguel tenía una hermosa voz de
barítono, verdaderamente hermosa. Estaba sumamente orgulloso de su voz. Y
también de su cuerpo. Comía exactamente tanto de esto y tanto de lo otro. Hacía
complicados ejercicios todos los días. Y hasta se daba masajes faciales para
evitar que le saliera papada.
–Ahí lo tienes
–dijo Truman a Audrey–. Existe el carácter –como ella no contestó, añadió–: Lo
que quiero decir es que uno no está necesariamente limitado por las
circunstancias.
–Ya sé lo que
quieres decir –dijo Audrey–. La historia no ha terminado todavía.
Truman pasó su
sombrero de una rodilla a la mesa. Cruzó los brazos sobre el pecho.
–Tengo todo un día
por delante –le dijo a Audrey.
Ella asintió, pero
sin mirarle.
George bebió un
sorbo de coñac. Después cerró los ojos y se pasó la punta de la lengua por los
labios. Luego bajó la cabeza de nuevo y fijó la mirada en la copa.
–Miguel conoció a
una mujer –dijo–, como nos pasa a todos. Se llamaba Senga. Yo supongo que
primitivamente su nombre sería Agnes, y que le dio la vuelta con la esperanza
de resultar más interesante a las personas del género masculino. Senga tenía
por lo menos diez años más que Miguel, puede que más. Tenía una hija en octavo,
creo. Senga era una especialista en finanzas en B. of A. No recuerdo dónde se
conocieron. Salieron durante algún tiempo; luego ella cortó. Supongo que para
ella fue algo intrascendente, pero para Miguel era serio. Adoraba a Senga, y
uso esa palabra con conocimiento de causa. Montó un pequeño altar para ella en
su habitación. Una foto de Senga cuando terminó los estudios secundarios,
rodeada de diversos objetos que ella había llevado o utilizado. Peines,
pañuelos, frascos de perfume vacíos. Un montón de cosas. Cómo los consiguió, no
tengo ni idea, si ella se los dio o él los cogió. Lo extraño es que sólo salió
con ella unas cuantas veces. Dudo mucho que llegaran a acostarse.
–No se acostaron
–dijo Truman.
George le miró.
–Si se hubieran
acostado –dijo Truman– no le habría puesto un altar.
Audrey meneó la
cabeza.
–Truman puro
–dijo–, Truman de ley.
Él le palmeó un
brazo.
–No te ofendas –le
dijo.
–Sea como sea –dijo
George–, Miguel no estaba dispuesto a renunciar, y ésa fue la causa de todo el
problema. Primero le escribió cartas, largas cartas sensibleras en un inglés
entrecortado. Me dio a leer una para que le corrigiera la ortografía y esas
cosas, pero era totalmente imposible. Era todo fragmentos y repeticiones. Sin
párrafos. Simplemente se la devolví al cabo de unos días y le dije que estaba
bien. Miguel pensaba que las cartas convencerían a Senga, pero ella nunca le
contestaba, y después de algún tiempo empezó a llamarla a todas horas. Ella se
negaba a hablar con él. En cuanto oía su voz le colgaba. Finalmente consiguió
un número que no aparecía en la guía telefónica. Quería que fuese a B of A a
defender su causa, que actuara como una especie de garante de su carácter. Cosa
que, después de alguna reflexión, acepté hacer.
–Ajá –dijo Truman.
La trama se complica. Entra Miles Standish.
–Sabía que dirías
eso –dijo Audrey.
Se terminó su
bebida y miró a su alrededor, pero la camarera estaba sentada en la barra, de
espaldas a ellos, fumando un cigarrillo.
George se quitó las
gafas, las sostuvo a la luz y se las volvió a poner, diciendo:
–Así que George
sale resueltamente para conocer a Senga. Senga… ¿no os sugiere ese nombre a una
reina de la selva? Ojos que relumbran, daga en la cadera, pechos asomando por
encima de una piel de leopardo. Pues no era el caso. Esta Senga seguía siendo
una Agnes. Delgada, con aspecto de ejecutiva. Y muy gruñona.
No bien mencioné el nombre de Miguel, me enseñó la puerta y me dio un mensaje
para él: si volvía a molestarla pondría a la policía tras él. Esas fueron sus
palabras, y las decía en serio. Una semana después, más o menos, Miguel la
siguió desde el trabajo a casa, e inmediatamente ella contrató a un abogado
para ocuparse del caso. El resultado fue que Miguel tuvo que firmar un papel
diciendo que entendía que sería arrestado si volvía a escribir, llamar o seguir
a Senga. Firmó, pero con reservas, como si dijéramos. Me dijo: “Jorge, firmo,
pero no acepto”. Le contesté: “Nobles palabras, pero más te vale aceptar,
porque de lo contrario esa mujer te hará encerrar”. Miguel dijo que la prisión
no le asustaba, que en su país todas las mejores personas estaban en prisión.
Efectivamente, a los pocos días siguió a Senga a su casa una vez más y ella
cumplió lo prometido: le hizo encerrar.
–Pobre chio –dijo
Audrey.
Truman había estado
intentado atraer la atención de la camarera, que rehuía mirarle. Se volvió a
Audrey.
–¿Qué significa eso
de “pobre chico”? ¿Qué me dices de la chica? ¿Se Senga? Está tratando de
conservar un trabajo y de alimentar a una hija, y mientras tanto tiene a un
filipino persiguiéndola por toda la ciudad. Si quieres sentir pena por alguien,
siéntela por ella.
–Lo siento –dijo
Audrey.
–De acuerdo
entonces.
Truman miró de
nuevo a la camarera y en ese momento Audrey cogió la copa e George y bebió un
sorbo. George le sonrió.
–¿Qué le pasa a esa
mujer? –dijo Truman. Meneó la cabeza–. Renuncio.
George asintió.
–En resumen –dijo–,
fue un asunto serio. Très sérius. Fijaron una fianza de veinte mil
dólares, que monseñor Strauss no pudo reunir. Y por descontado, un servidor
tampoco. Así que Miguel se quedó en la cárcel. El agobado de Senga quería
sangre y metió a los de Inmigración en el asunto. Amenazaban con revocar el
visado de Miguel y expulsarlo del país. Finalmente monseñor Strauss consiguió
sacarle, pero fue, como diría el duque, por los pelos. Resultó que a Senga iban
a trasladarla a Portland al cabo de un mes o cosa así, y monseñor le convenció
de que retirase los cargos, con la condición de que Miguel no se acercaría a
quince kilómetros de los límites de esa ciudad mientras ella viviera allí.
Hasta que ella se marchara Miguel viviría con monseñor Strauss en la rectoría,
bajo su supervisión personal. Monseñor aceptó también pagar los honorarios del
abogado de Senga, que eran disparatados. Absolutamente disparatados.
–¡Y cuál era la
última condición? –preguntó Truman.
–La simplicidad
misma –respondió George–. Si Miguel no cumplía, le pondrían en el primer avión
para Manila.
–Eso parece ilegal
–dijo Truman.
–Quizá. Pero ése
era el acuerdo.
Empezó una nueva
canción en el tocadiscos tragaperras. Los viejos de la puerta dejaron de
discutir, y cada uno de ellos pareció ensimismarse de repente.
–Escuchad –dijo
Audrey–. Es él. Caruso.
El disco estaba
gastado y producía el efecto de ruidos parásitos detrás de la voz de Caruso. La
música, llegando a través del ruido parásito, le hizo recordar a Charlie las
emisiones de radio culturales de Europa que sus padres escuchaban con tanta
gravedad cuando él era niño. A veces la voz de Caruso cas se perdía, pero luego
volvía a subir. Los viejos estaban inmóviles. Uno de ellos empezó a llorar. Las
lágrimas caían libremente de sus ojos abiertos y corrían por sus mejillas.
–Así que ése era
Caruso –dijo Truman cuando la canción terminó– Siempre me había preguntado a
qué se debía tanta fama. Ahora lo sé. A eso lo llamo yo cantar.
Sacó la cartera y
dejó algo de dinero sobre la mesa. Examinó el dinero que quedaba en la cartera
antes de guardarla.
–¿Lista¿ –le
preguntó a Audrey.
–No –dijo ella–.
Termina la historia, George.
George se quitó las
gafas y las puso sobre la mesa, al lado de su copa. Se frotó los ojos.
–Está bien –dijo–.
Volvamos a Miguel. Según lo acordado, vivió en la rectoría hasta que Senga se
fue a Portland. Y además se portó bien. Ni cartas, ni llamadas, ni
seguimientos. En pijama todas las noches antes de las diez. Entonces
Senga se fue y Miguel volvió al Overland. Durante algún tiempo parecía bastante
desesperado, pero al cabo de una semana pareció superarlo.
»Digo “pareció”
porque estaban sucediendo más cosas de las que se veían. O al menos de las que
veía yo. Una noche estoy yo en su casa escuchando, lo creáis o no, Tristán,
cuando suena el teléfono. Al principio nadie dice nada; luego llega una voz en
un susurro: “Ayúdame, Jorge, ayúdame”, y naturalmente, sé quién es. Dice que
necesita verme en seguida. Sin ninguna explicación. Ni siquiera me dice dónde
está. Tengo que suponer que está en el Overland, y allí es donde le encuentro,
en el vestíbulo.
–George lanzó una
risita.
–En realidad
–dijo–, por poco no le veo. Tenía toda la cara vendada, desde la nariz hasta la
parte alta de la frente. Si no le hubiera estado buscando, no le habría
reconocido. En la vida. Estaba sentado, rodeado de sus maletas y con un bastón
blanco sobre las rodillas. Cuando le hice saber que estaba allí, me dijo:
“Jorge, estoy ciego”. Le pregunté qué había ocurrido. No quería decírmelo. En
cambio, me dio un codazo de papel y me pidió que llamara a Senga y le dijera
que se había quedado ciego y que llegaría a Portland en autocar a las once de
la mañana siguiente.
–Cielo santo –dijo
Truman–. Lo estaba fingiendo, ¿no es eso? Quiero decir que no estaba ciego
realmente, ¿verdad?
–Esa es una
pregunta interesante –dijo George–. Porque si bien he de decir que Miguel no
estaba realmente ciego, también he de decir que no estaba fingiendo realmente.
Pero sigamos. Senga no se conmovió. Me ordenó que le dijera a Miguel que no
sería ella, sino la policía, quien le estaría esperando. Miguel no le creyó.
“Jorge, ella estará allí”, me dijo. Y eso fue todo. Se acabó la discusión.
–¿Fue? –preguntó
Truman.
–Claro que fue
–dijo Audrey–. La amaba.
George asintió.
–Yo mismo le metí
en el autocar. Le conduje hasta su asiento, de hecho.
–Así que seguía
llevando las vendas –dijo Truman.
–Oh, sí. Las seguía
llevando.
–Pero es un viaje
de doce o trece horas. Si no le pasaba nada en los ojos, ¿por qué no se quitó
el vendaje y se lo volvió a poner cuando el autocar fuera a llegar a Portland?
–Audrey puso su
mano sobre la de Truman.
–Truman –dijo–,
tenemos que hablar de algo.
–No lo entiendo
–insistió Truman–. ¿Por qué viajar ciego? ¿Por qué hacer todo ese trayecto en
la oscuridad?
–Truman, escucha
–dijo Audrey.
Pero cuando Truman
se volvió hacia ella Audrey retiró su mano y miró a George al otro lado de la
mesa. George tenía los ojos cerrados. Sus dedos estaban cruzados como si
estuviera rezando.
–George –dijo
Audrey–. Por favor. Yo no puedo.
George abrió los
ojos.
–Díselo –dijo
Audrey.
Truman miró
alternativamente del uno a la otra.
–Esperad un momento
–dijo.
–Lo siento –dijo
George–. Esto no es fácil para mí.
Truman miraba
fijamente a Audrey.
–Eh –dijo.
Ella empujó su vaso
vacío adelante y atrás.
–Tenemos que hablar
–dijo.
El acercó su cara a
la de ella.
¿Acaso crees que
porque gano mucho dinero no tengo sentimientos?
–Tenemos que hablar
–repitió ella.
–Ciertamente –dijo
George.
Los tres
permanecieron sentados durante un rato. Luego Truman dijo:
–Se acabó el
pastel.
Unos minutos más
tarde los tres se levantaron y salieron del café.
La camarera estaba
sentada en la barra sola, inmóvil, excepto cuando levantaba la cabeza para
lanzar el humo al techo. Junto a la puerta, los italianos se estaban jugando
los palillos de dientes a los dados. “El coro del yunque” sonaba nuevamente en
el tocador tragaperras. Era la primera pieza de música clásica que Charlie
había oído suficientes veces como para hartarse de ella, y ahora estaba harto
de ella.
Cerró la revista
que había estado fingiendo leer, la dejó sobre la mesa y salió.
Aún había niebla y
hacía más frío que antes. El padre de Charlie le había desaconsejado que se
trasladara a San Francisco en mitad del verano, incluso había citado a Mark
Twain, en el sentido de que el invierno más frío que Mark Twain había soportado
fue el verano que pasó en San Francisco. Este había sido especialmente malo;
hasta los nativos lo decían. La verdad era que estaba empezando a deprimir a
Charlie. Pero no se lo había reconocido a su padre, como tampoco había
reconocido que su trabajo le agotaba y apenas le daba lo suficiente para vivir,
o que los amigos de los que hablaba en sus cartas a casa no existían, o que los
editores a quienes había enviado su novela se la habían devuelto sin
comentario, todos menos uno, que había garabateado a lápiz sobre la página del
título: “¿Está usted de broma?
La habitación de
Charlie estaba en Broadway, en la cima de la colina. La pendiente era tan
acentuada que habían tenido que hacer escalones en las aceras y cerrar la calle
con un muro de cemento debido a los coches que perdían los frenos al bajar. A
veces, por la noche, Charlie se sentaba sobre ese muro y miraba hacia las luces
de North Beach y pensaba en todos los escritores que estarían allí, inclinados
sobre sus mesas, llenando páginas y páginas con palabras bien escogidas.
Pensaba que estos escritores se reunirían de madrugada para beber vino y leer
la obra de los otros y hablar de las cosas que pesaban en sus corazones. Estos
eran los hombres y mujeres brillantes y las conversaciones profundas de las que
Charlie escribía a sus padres.
Estaba al borde de
renunciar. Él mismo no sabía hasta qué punto estaba al borde de renunciar hasta
que salió del café esa noche y notó que acababa de decidir continuar a pesar de
todo. Se quedó allí parado y escuchó la sirena de la niebla en la bahía. La
tristeza de ese sonido, la idea de él mismo deteniéndose a escucharlo, la
densidad de la niebla, todo ello le proporcionó una sensación de placer.
Charlie oyó
violines tras él cuando la puerta del café se abrió; luego se cerró de un
portazo y los violines cesaron. Una voz profunda dijo algo en italiano. Una voz
más alta le respondió y ambas voces se alejaron juntas calle abajo.
Charlie se volvió y
echó a andar cuesta arriba, pasando junto a las farolas que brillaban con gotas
de agua, paredes que rezumaban y ventanas oscuras. Una china apareció a su
lado. Sostenía ante sí una langosta que agitaba sus patas de un lado a otro,
como si estuviera dirigiendo una orquesta. La mujer apretó el paso y
desapareció. La pendiente empezó a hacerse más pronunciada bajo los pies de
Charlie. Se detuvo para recobrar el aliento y oyó de nuevo la sirena de la
niebla. Sabía que en alguna parte, allí fuera, un barco se dirigía a puerto a
pesar del solemne aviso, y mientras caminaba Charlie se imaginaba arrodillado
en la proa, con un farol en la mano, atento a la luz que brillaba justo ante
él. Cualquier distracción desvanecida. Demasiado vigilante para tener miedo. La
lengua humedeciendo los labio, los ojos muy abiertos, listo para avisar en esta
niebla cambiante, que en cualquier momento podía revelar cualquier cosa.
"El cocodrilo", por Felisberto Hernández
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