lunes, 21 de octubre de 2013

"El sacristán", por Somerset Maugham

El Sacristán

por W. Somerset Maugham. (Título original: The Verger)

Aquella tarde se había celebrado un bautizo en la iglesia de San Pablo en

Neville Square, y Albert Edward Foreman aún llevaba su vestimenta de

sacristán.

Tenía una prenda nueva, de pliegues tan rígidos y voluminosos que parecía

hecha no de lana de alpaca sino de bronce escultural, pero ésta la reservaba

para bodas y funerales pues cuando de tales ceremonias se trataba la iglesia de

San Pablo era la predilecta entre la gente de bien. La que vestía ahora estaba

un tanto usada, condición sin embargo que no le impedía llevarla con cierta

complacida dignidad puesto que conformaba señal y símbolo del oficio que

desempeñaba, y cierto era que las veces que andaba sin ella (se la quitaba

antes de irse a casa) siempre experimentaba la sensación desconcertante de ir

algo ligero de ropa.

Le dedicaba un cuidado esmerado: era él mismo quien la lavaba y planchaba.

Había poseído varias de estas vestimentas a lo largo de los dieciséis años que

venía ejerciendo de sacristán en la iglesia, y jamás se había sentido capaz

de deshacerse de ninguna de ellas cuando ya no servía. De este modo, cada

vez que tocaba retirar una, ésta - cuidadosamente envuelta en papel de color

marrón - iba a sumarse a la ya larga secuencia que llenaba los últimos cajones

del armario en su habitación.

Ahora el sacristán se atareaba discretamente; volvió a colocar la tapa de

madera pintada sobre la pila de mármol, retiró la silla que se había traído para

una señora anciana y achacosa y luego se quedó esperando a que el párroco

terminara en la sacristía para poder ordenarla e irse a casa. Al cabo de un rato

le vio cruzar la cancillería y santiguarse ante el altar principal, para después

venir caminando en su dirección por el pasillo central; aún no se había quitado

las propias vestimentas.

- Y éste, ¿por qué no se menea? - dijo el sacristán para sus adentros - ¿es que

no ve que un servidor tiene hambre?

Poco tiempo hacía que el aludido, un hombre cuarentón de facciones

coloradas, ostentaba el título de párroco en Neville Square, y Edward Albert

aún lamentaba la marcha de su predecesor, un clérigo a la vieja usanza quien

predicaba sermones lánguidos con una voz plateada y salía a cenar a menudo

con los más aristocráticos de sus feligreses. Si bien le gustaba tener cada

cosa en su lugar no se le podía tachar de maniático; éste en cambio insistía

en meter las narices en todo. Pero Edward Albert era tolerante: el nuevo

reverendo provenía del East End y no se podía esperar que se adaptara de la

noche al día a las costumbres discretas de su gentil congregación.

- Todo este trajín - se dijo Edward Albert. - Pero tiempo al tiempo, ya

aprenderá.

Cuando el pastor hubo avanzado por el pasillo lo suficientemente como para

poder dirigirse a su sacristán sin alzar indecorosamente la voz, se detuvo.

- Foreman, haz el favor de acompañarme a mi oficina un momento. Quisiera

hablar contigo.

- Como desee señor.

El religioso le aguardó hasta que estuvo a su lado y entonces los dos hombres

caminaron juntos por la iglesia.

- Muy bonito el bautizo, señor, de veras. Me he fijado en como la criatura ha

dejado de llorar cuando usted la ha tomado en sus brazos.

- Yo también me he fijado a menudo en eso - dijo el cura con una leve sonrisa.

- Al fin y al cabo he tenido bastante experiencia.

Ya sabía que las más de las veces era capaz de calmar a un lactante

lloriqueante con su manera de sostenerlo y esto le era motivo de un sosegado

orgullo; tampoco se mostraba del todo indiferente a la divertida admiración

con que las madres y niñeras le observaban mientras acomodaba al recién

nacido sobre la manga de la sobrepelliz. El sacristán por su parte sabía que le

gustaba que este don suyo fuera reconocido.

El párroco entró primero en la sacristía, y Albert Edward se sorprendió un

poco cuando al seguirlo se encontró allí con dos miembros del consejo, a

quienes no había visto entrar. Le saludaron inclinando amablemente la cabeza.

- Buenas tardes milord. Buenas tardes señor. - Les dijo al uno y al otro.

Eran dos señores de edad avanzada, y llevaban en sus cargos casi tanto tiempo

como Edward Albert en el suyo. Estaban sentados detrás de una hermosa

mesa de refectorio que el párroco anterior había traído años atrás de Italia;

el actual tomó asiento en la silla que había entre los dos. Edward Albert

les quedó mirando, con la mesa de por medio, y con un ligero malestar se

preguntaba cuál podría ser el problema. Se acordaba de aquella ocasión

cuando la organista se había metido en una situación comprometida y de

cuántas molestias les costó tapar el asunto. En una iglesia como la de San

Pedro en Neville Square, no podían permitirse escándalos. La cara rubicunda

del párroco componía una expresión de resolución benigna, pero a los otros

dos se les veía bastante incómodos.

- Les tiene mareados, eso es - se dijo el sacristán. – Les ha estado dando la

lata para que hagan algo, y ese algo no les gusta para nada. Eso es lo que hay,

podría jurármelo.

Estos pensamientos, sin embargo, no se le podían leer en las facciones

elegantes y distinguidas. Permanecía de pie mirándoles con una actitud

respetuosa, pero de ninguna manera obsequiosa; antes de desempeñar su

actual oficio eclesiástico había sido mayordomo, y eso en las mejores casas,

por lo que sus modales eran irreprochables. Había empezado como recadista

de un mercader ricachón, y poco a poco había avanzado desde el puesto de

cuarto ayudante de cámara hasta primero; luego durante un año sirvió de

mayordomo en casa de la viuda de un noble y más tarde, hasta que le salió el

puesto en la iglesia, había ejercido el mismo oficio en casa de un embajador

retirado con dos hombres a sus ordenes. Era alto, delgado y digno; su aspecto

recordaba si no el de un duque, por lo menos el de un actor a la vieja usanza

especializado en encarnar duques. Se portaba con tacto, firmeza y entereza. El

suyo era un carácter impecable.

El párroco empezó sin preámbulos:

- Foreman, tenemos algo desagradable que decirte. Llevas muchísimos años

aquí y creo que Su Excelencia y el General estarán de acuerdo conmigo

cuando digo que has cumplido las responsabilidades de tu cargo a la

satisfacción de todos.

Los dos coadjutores asintieron con la cabeza.

- Pero el otro día llegué a enterarme de la más extraordinaria de las

circunstancias y me creí en la obligación de comunicárselo a los señores del

consejo. He sabido para mi asombro que no sabes ni leer ni escribir.

La cara del sacristán no se inmutó:

- El último reverendo lo sabía señor, - le contestó – y no le importaba para

nada. Siempre decía que había demasiados maestrillos y librillos para su

gusto.

- Es la cosa más increíble que he oído, - exclamó el General. - ¿Quieres decir

que llevas dieciséis años como sacristán en esta iglesia, y nunca has aprendido

ni a leer ni a escribir?

- Empecé en el servicio doméstico cuando tenía doce años, señor. La cocinera

donde mi primera colocación intentó enseñarme una vez, pero no le pillaba el

truco, que digamos, y luego con una cosa y otra ya no tuve tiempo. Y nunca

me ha hecho falta, la verdad; me parece que hoy en día hay muchos jóvenes

que pierden su tiempo leyendo cuando podrían estar haciendo algo más

provechoso.

- Pero ¿no quieres leer las noticias? – preguntó el otro caballero. - ¿Nunca has

querido escribir una carta?

- No milord, me parece que me las arreglo así como estoy. Y resulta que

últimamente los periódicos traen muchas fotografías y ellas me ayudan

bastante a mantenerme al corriente. Luego si quiero escribir una carta, pues mi

señora esposa es muy instruida y ella me la hace. Y tampoco soy de los que

corren apuestas.

Perturbados, los dos coadjutores miraron de reojo al párroco y después

bajaron la vista a la mesa.

- Bien, Foreman, he hablado de este asunto con los señores del consejo y

están completamente de acuerdo conmigo en que esta situación es imposible.

No podemos permitir que el sacristán de una iglesia como la nuestra sea

analfabeto.

Albert Edward no dijo nada, pero su cara delgada y normalmente cetrina se

puso colorada.

- Compréndeme Foreman, no tengo ninguna queja contra ti personalmente.

Desempeñas tu trabajo satisfactoriamente y tengo la más alta opinión tanto

de tu carácter como de tu capacidad; pero en toda conciencia no podemos

seguir corriendo el riesgo de que nos ocurra alguna desgracia debido a esta

lamentable ignorancia tuya. Es una cuestión no sólo de principios sino de

prevención.

- Oye Foreman, ¿y no podrías aprender..? – preguntó el General.

- No señor, me temo que no; ya no. Verá, ya no soy tan joven y si no me

entraban las letras antes cuando era un chavalín pues con menos razón iban a

entrarme ahora.

- No queremos ser injustos contigo Foreman, pero los consejeros y yo nos

hemos decidido: te concederemos tres meses y si al término de dicho plazo

todavía no has remediado esta falta me temo que tendremos que prescindir de

tus servicios.

A Albert Edward no le había gustado nunca el nuevo párroco. Llevaba

diciendo desde el principio que habían metido la pata mandándole para la

iglesia de San Pablo. Carecía de la clase necesaria para una congregación tan

fina. Ahora se irguió un poco: él mismo conocía su propio valor y no iba a

permitir que le avasallaran.

- Lo siento mucho señor, pero me temo que no hay remedio. Tengo la

mollera demasiado dura ya para que me entren cosas nuevas. He vivido todos

estos años, que no son pocos, sin saber leer ni escribir y sin querer pecar

de orgulloso, pues quien a sí mismo se alaba mal acaba, no tengo reparos

en decirle que he cumplido con mi deber en esta vocación que la divina

providencia ha querido que yo ejerza, y aun si pudiera aprender ahora pues

dudo mucho que quisiera.

- Muy bien Foreman. Así las cosas me temo que tendrás que marcharte.

- Si señor, comprendo, por mí no hay inconveniente. Renunciaré tan pronto

haya encontrado usted a quien me sustituya.

Pero cuando Albert Edward, con su educación de siempre, hubo cerrado

la puerta tras él, dejando allí al párroco con los dos coadjutores, no podía

mantener el aire de imperturbable dignidad con la que había encajado el

duro golpe recibido, y empezaron a temblarle los labios. Se fue caminando

lentamente a la sacristía donde colgó sus vestimentas en la percha que las

aguardaba. Se le escapó un suspiro mientras pensaba en todos los funerales

solemnes y todas las bodas elegantes que había presenciado. Ordenó las cosas,

se puso el abrigo, y con el sombrero en la mano volvió por el pasillo. Cerró

la puerta principal y echó la llave. Caminando lentamente, cruzó la plaza,

pero tan sumido iba en sus lúgubres pensamientos que dejó atrás la calle que

conducía a su casa y la buena y reconfortante taza de té que allí le esperaba;

en fin, se equivocó de camino. Caminaba muy lento: no sabía qué hacer. No

le apetecía nada volver al servicio doméstico; después de pasar tantos años sin

otro amo que él mismo – porque dijeran lo que dijeran el párroco y el consejo,

era él quien aseguraba el buen funcionamiento de la iglesia – no podía

rebajarse ahora a buscar una colocación. Tenía sus ahorros, pero la cantidad,

aunque no despreciable, no era suficiente como para vivir sin trabajar y menos

aún cuando la vida cada año resultaba más cara. Nunca se le había ocurrido

pensar en esta eventualidad: los sacristanes de la iglesia de San Pablo, como

los Papas de Roma, tenían un cargo vitalicio. A menudo había pensado en el

sermón que dedicaría el reverendo, en los maitines del primer domingo tras su

muerte, al carácter ejemplar del finado sacristán Albert Edward Foreman y el

largo y fiel servicio por él brindado. Suspiró profundamente. Nuestro Albert

Edward no fumaba y era totalmente abstemio, aunque se concedía a sí mismo

cierta licencia; es decir, gustaba de tomar un vaso de cerveza con su cena y

cuando se sentía cansado le apetecía fumar un buen cigarrillo: ahora pensó

que fumarse uno le consolaría y como nunca llevaba tabaco encima empezó

a mirar arriba y abajo en busca de un sitio que expendiera Gold Flake. Al no

ver ninguna tabaquería echó a caminar un poco más; era una calle larga que

contaba con abundantes tiendas, pero no había ninguna donde uno pudiera

comprarse tabacos.

- Qué raro – se dijo Edward Albert.

Para estar seguro volvió a bajar por la misma calle que acababa de subir:

no, ya no le cabía ninguna duda. Entonces se quedó un rato allí, mirando

pensativamente a su alrededor.

- No puedo ser el único hombre que haya caminado por esta calle y querido

echarse un pitillo – pensó. - Ya creo que uno podría hacerse un buen negocio

aquí si montara una tiendecita. De tabacos y golosinas, quiero decir.

Dio un respingo.

- Oye, pues vaya una idea – se dijo. – Es extraño como te vienen las ideas

cuando menos las esperas.

Y dio media vuelta y fue caminando a casa.

- Muy callado te veo esta tarde, Edward Albert – observó su mujer después de

la cena.

- Es que estoy pensando – contestó.

Miró el asunto desde los cuatro costados y el día siguiente volvió a caminar

por la calle de la víspera; la suerte le acompaño pues dio con una tiendecita

en alquiler que parecía ajustarse exactamente a sus propósitos. Al otro día

ya había firmado el contrato y, cuando un mes más tarde abandonara para

siempre la iglesia de San Pablo en Neville Square, Albert Edward Foreman

estableció su pequeño negocio de tabaquería y papelería. Su esposa opinó que

era una vergüenza que uno que había sido sacristán en Neville Square tuviera

que rebajarse tanto, pero él respondió que soplaban vientos de cambio y que la

iglesia ya no era como antes, y que en adelante él daría a César lo que era de

César. A Albert Edward las cosas le fueron muy bien, tanto que después de un

año se le ocurrió que podría contratar a un encargado y poner otra tiendecita,

de modo que buscó otra calle larga y sin tabaquería que tuviera un local en

alquiler, y cuando la encontró allí puso otro negocio y lo aprovisionó. Esta

empresa también fue un éxito. Entonces razonó que si era capaz de llevar dos

tiendas pues muy bien podría llevar varias, así que se echó a caminar por la

ciudad de Londres y cada vez que encontraba locales en alquiler en calles

largas y sin tabaquería, los tomaba. En el transcurso de diez años adquirió

nada menos de diez tiendas y estaba ganando dinero a espuertas.

Cada lunes él iba personalmente a cada una de sus tiendas para recoger las

ganancias de la semana y llevarlas al banco. Una mañana cuando estaba

depositando un gran fajo de billetes y una pesada bolsa de monedas, el

cajero le dijo que el director deseaba verle. Le condujeron a un despacho y el

director le saludó con un apretón de manos.

- Señor Foreman, quería hablar con usted sobre el dinero que tiene depositado

con nosotros. ¿Sabe a cuánto asciende?

- Bueno señor, no llevo las cuentas hasta la última libra como quien dice, pero

en números redondos creo que sí.

- Sin contar lo que ha ingresado esta mañana, su haber supera ya las treinta

mil libras. Es una cantidad importante y hubiera pensado que sacaría usted un

mayor rendimiento mediante algunas inversiones.

- No quisiera hacer nada arriesgado, señor. Yo sé que está a buen recaudo aquí

en el banco.

- No debe preocuparse en absoluto. Le haremos una lista de valores de

primera, le aportarán unos intereses que a nosotros francamente sería

imposible ofrecerle.

Una sombra de duda descendió sobre los rasgos distinguidos del señor

Foreman. – No me he metido nunca en aquello de valores y acciones. Tendría

que dejarlo todo en sus manos. – Dijo.

El director sonrió. – Deje los detalles a nuestra cuenta. Lo único que tendrá

que hacer es firmar las autorizaciones.

- Bueno, así las cosas todo parece fácil – dijo Albert, poco convencido. – Pero

¿cómo habría de saber qué clase de cosa estoy firmando?

- Sabe usted leer, supongo – dijo el director, impacientándose un poco.

El señor Foreman le dirigió una sonrisa cándida:

- Bueno señor, ahí está la cosa. No puedo. Sé que parece raro, pero es así, no

sé ni leer ni escribir; únicamente mi nombre, y eso sólo cuando empecé con

los negocios.

El director saltó de su asiento, de tan sorprendido estaba: - ¡Esta es la cosa

más extraordinaria que he oído jamás!

- Verá usted, cómo se lo explico… Es que nunca tuve oportunidad de aprender

hasta que era demasiado tarde, y entonces no quise. No sé, me puse como

terco.

El director del banco le miraba con ojos desorbitados, como si contemplara

algún engendro prehistórico.

- ¿Pretende decirme que ha montado este importante negocio y amasado una

fortuna de treinta mil libras sin saber empuñar una pluma? Dios bendito,

¡dónde estaría ahora este hombre si pudiera leer y escribir!

- Eso sí se lo puedo decir, señor – dijo Albert Edward Foreman, un amago de

sonrisa apareciendo en sus aún aristocráticas facciones – yo sería el sacristán

de la iglesia de San Pablo en Neville Square.


domingo, 20 de octubre de 2013

"Aquí empieza nuestra historia", por Tobías Wolff




La niebla entró temprano otra vez. Este era el décimo día consecutivo. Los camareros y las camareras se reunieron junto al ventanal para verla, y Charlie empujó su carrito a través del comedor para poder mirarla con ellos mientras llenaba los vasos de agua. Las barcas iban entrando adelantándose a la niebla, que se alzaba amenazadora tras ellas como una enorme ola. Las gaviotas planeaban desde el cielo hasta los pilones del muelle, donde se sacudían las plumas, se balanceaban de un lado a otro y miraban furiosas a los turistas que pasaban. 
La niebla cubrió los puntales del parque. El puente parecía flotar suelto a medida que la niebla penetraba ondulante en el puerto y empezaba a dar alcance a las barcas. Una por una las fue engullendo a todas. 
–Eso es lo que yo llamo espeluznante –dijo uno de los camareros–. No me harías salir de ahí fuera ni por amor ni por dinero.
–Bonita conversación –dijo el camarero.
Una camarera dijo algo y los demás echaron a reír.
El maître salió de la cocina e hizo chascar los dedos.
–¡Chico! –gritó.
Una de las camareras se volvió y miró a Charlie, el cual dejó la jarra con la que estaba sirviendo el agua y empujó el carrito a través del comedor hasta el lugar que le estaba asignado. Durante la siguiente media hora, hasta que llegó el primer cliente, Charlie dobló servilletas y puso cuadraditos de mantequilla en pequeños cuencos llenos de hielo picado, y pensó en las cosas que le haría el maître si alguna vez tuviera al maître en su poder.
Pero esto era un entretenimiento; en realidad no odiaba al maître. Odiaba este trabajo sin sentido y su temor a perderlo, y más que nada odiaba que le llamaran chico, porque eso le hacía más difícil pensar en sí mismo como un hombre, cosa que estaba aprendiendo a hacer.
Esa noche sólo entraron en el restaurante unos cuantos turistas. Todos ellos estaban solos, con las bolsas  de sus compras en la silla de enfrente, y miraron taciturnos en dirección al Golden Gate, aunque no se veía nada más que la niebla presionando contra los ventanales y unas gotas de agua grasienta resbalando por el cristal. Como la mayoría de la gente que está sola, pidieron los platos más baratos, gamas o bacalao o el “Plato del Capitán”, y quizás una jarra pequeña de vino de la casa. Los camareros le sirvieron de manera descuidada. Los turistas comieron muy despacio, dieron excesivas propinas y se marcharon más profundamente hundidos en la decepción que antes.
A las nueve de la noche el maître mandó a casa a todos los camareros, excepto a tres, y se fue él. Charlie esperó que le hiciese también a él una indicación, pero le dejó de pie junto a su carrito, donde dobló más servilletas y renovó el hielo a medida que se derretía en los vasos de agua y bajo los cuadraditos de mantequilla. Los tres camareros no paraban de irse a la despensa a fumar droga. Para cuando cerraron el restaurante estaban tan colocados que apenas podían tenerse en pie.
Charlie emprendió la vuelta a casa por el camino más largo, por Columbus Avenue, porque el Columbus Avenue tenía las farolas más luminosas. Pero con esta niebla las farolas eran sólo una presencia, una mancha lechosa aquí y allí entre el vapor. Charlie anduvo despacio y pegándose a las paredes. No se encontró a nadie en el camino; pero una vez, cuando se detuvo para secarse la humedad de la cara, oyó un extraño ruido de pasos tras él, y al volverse vio a un perro de tres patas surgir entre la niebla. Pasó junto a él dando una serie de sacudidas y desapareció.
–Dios –dijo Charlie.
Luego se rió, pero el sonido fue poco convincente y decidió meterse en algún sitio durante un rato.
Justo a la vuelta de la esquina, en Vallejo, había un café donde Charlie iba a veces en sus noches libres. Jack Kerouac había mencionado este café en The Subterraneans. Hoy en día los clientes eran fundamentalmente italianos que venían a escuchar la música del tocadiscos automático, que estaba lleno de óperas italianas, pero Charlie siempre levantaba la cabeza cuando entraba alguien; podía ser Ginsberg o Corso, que pasaban por allí recordando los viejos tiempos. Le gustaba sentarse allí con un libro abierto sobre la mesa, escuchando la música que él consideraba clásica. Le gustaba pensar que la mujer grosera y desastrada que le traía su cappucino había sido en otros tiempos la amante de Neil Cassady. Era posible.
Cuando Charlie entró en el café, los únicos clientes que había eran cuatro viejos sentados en una mesa junto a la puerta. Él cogió una mesa al otro lado del local. Alguien se había dejado una revista italiana de cine en la silla junto a la suya. Charlie ojeó las fotografías, llevando el ritmo de “El coro del yunque” con los dedos, mientras la camarera le preparaba su cappucino. La máquina del café silbó cuando ella le dio a la manivela. El local se llenó del grato olor del café. Charlie notó también el olor a pescado y se dio cuenta de que venía de él, que apestaba a pescado. Sus dedos se quedaron inmóviles sobre la mesa.
Pagó a la camarera cuando ella le sirvió. Tenía la intención de beberse el café y marcharse. Mientras esperaba a que el café se enfriara entró una mujer con dos hombres. Miraron a su alrededor, conferenciaron y finalmente se sentaron en la mesa contigua a la de Charlie. No bien se sentaron empezaron a hablar sin preocuparse de si Charlie les oía. Él escuchó, y al cabo de unos minutos empezó a lanzarles miradas. No lo notaron o no les importó. Se mostraban indiferentes a su presencia.
Charlie dedujo de su conversación que los tres eran miembros del coro de una iglesia y que iban a de copas después de ensayar. La mujer se llamaba Audrey Tenía el lápiz de labios corrido, lo cual hacía que su boca pareciese un poco torcida. El marido de Aubrey era alto y corpulento. Cambiaba de postura constantemente, arañando el suelo con las patas de su silla al hacerlo, y pasaba su sombrero de una rodilla a la otra repetidas veces. A pesar de su corpulencia, el traje verde que llevaba le sentaba perfectamente. Se llamaba Truman, y el otro hombre se llama George. George tenía una voz tranquila y aguda, que disfrutaba utilizando. Charlie le vio escuchándose al hablar. Era profesor de algo, cosa que no sorprendió a Charlie. George le recordaba a los catedráticos jóvenes que había tenido en sus tres años de universidad: gafas sin montura, jersey de cuello vuelto, el fantasma de  una sonrisa siempre en los labios. Pero George no era joven realmente. Su cabello abundante, con raya al medio, había empezado a encanecer.
No, al parecer sólo Audrey y George cantaban en el coro. Le estaban contando a Truman un viaje que habían hecho recientemente a los Ángeles, a un festiva de cors. Truman miraba alternativamente a su mujer y a George según hablaban, y meneaba la cabeza cuando describían los lamentables caracteres de los otros miembros del coro y las excentricidades del director del mismo.

–Por supuesto, el padre Wes no es nada comparado con monseñor Strauss –dijo George–. Monseñor Stauss estaba positivamente loco.
–¿Straus? –dijo Truman–. ¿Quién es Strauss? El único Strauss que conozco es Johann.
Truman miró a su mujer y se rió.
–Perdona –dijo George–. Estaba siendo críptico. George a veces se olvida de lo elemental. Cuando conoces a alguien como monseñor Strauss supones que todo el mundo ha oído hablar de él. Monseñor fue nuestro director durante cinco años, antes de la toma de posesión del padre Wes. Le dio un ataque de religiosidad y se fue al subcontinente justo antes de que Audrey se uniera a nosotros, así que, naturalmente, no tenías por qué conocer el nombre.
–¿El subcontinente? –dijo Truman–. ¿Qué es eso? ¿La Atlántida?
–Por Dios santo, Truman –dijo Audrey–. A veces me avergüenzas.
La India –dijo George–. Calcuta. La Madre Teresa y todo eso.
Audrey le puso una mano en el brazo a George.
–George –dijo–, cuéntale a Truman esa maravillosa historia que me contaste a mí acerca de monseñor Strauss y el filipino.
George sonrió para sí.
–Ah, sí –dijo–, Miguel. Es una larga historia, Audrey. Quizá sería mejor dejarla para ota noche.
–Si es tan larga… –dijo Truman.
–No lo es –dijo Audrey. Golpeó con los nudillos sobre la mesa–. Cuenta la historia, George.
George miró a Truman y se encogió de hombros.
–No le eches la culpa a George –dijo. Se bebió lo que quedaba de coñac–. De acuerdo. Aquí empieza nuestra historia. Monseñor Strauss tenía algún dinero y todos los años viajaba a lugares exóticos. Al regresar a casa siempre traía algún recuerdo extraño que había adquirido en sus viajes. De Argentina se trajo unas semillas que se convirtieron en plantas cuyas flores olían a, con perdón, merde. Las había comprado en una tienda argentina de artículos de broma, si te puedes imaginar semejante cosa. Cuando volvió de Kenya pasó de contrabando un lagarto que cazaba moscas con la lengua a una distancia a metro y medio. Monseñor llevaba este lagarto a todas partes sobre un dedo, y cuando una mosca se ponía a tiro decía: “¡Mirad esto!”, y apuntaba al lagarte como si fuera una pistola, y paf… se acabó la mosca.
Audrey apuntó a Truman con un dedo y dijo:
–Paf.
Truman se limitó a mirarla.
–Necesito otra copa –dijo Audrey, y le hizo una seña a la camarera.
George pasó un dedo por el borde su copa de coñac.
–Después del lagarto –continuó– hubo un enorme roedor vivo que acabó en el zoo, y después del roedor vino un ser humano de diecinueve años originario de las Islas Filipinas. Se llamaba Miguel López de Constanza, y era un taxista de Manila a quien monseñor había contratado como chófer durante su estancia allí y al cual le había cogido afecto. Cuando monseñor volvió tocó unas cuantas teclas en Inmigración y unas semanas más tarde llegó Miguel. No hablaba inglés realmente, sólo unas cuantas palabras chapurreadas para los turistas de Manila. El primer mes o cosa así se alojó con monseñor en la rectoría; luego encontró una habitación en el hotel Overland y se trasladó allí.
–El hotel Overland –dijo Truman– Eso es un tugurio lleno de drogotas en la parte alta de Grant.
–El hotel Sobredosis –dijo Audrey. Cuando Truman la miró, ella aclaró–: Así es como le llaman.
–Pareces estar muy puesta en la nomenclatura –comentó Truman.
La camarera vino con las bebidas. Cuando vació la bandeja se quedó de pie detrás de Truman y empezó a escribir en un cuaderno que llevaba. Charlie deseó que no se acercara a su mesa. No quería que los otros se fijaran en él. Adivinarían que había estado escuchándoles y quizá no les agradara la idea. Podrían dejar de hablar. Pero la camarera terminó de hacer sus anotaciones y se volvió a la barra sin mirar siquiera a Charlie.
Los viejos sentados junto a la puerta estaban discutiendo en italiano. La ventana que había tras ellos estaba toda empañada, y Charlie notó la próxima mitad de la niebla. El tocadiscos tragaperras brillaba en el rincón. La canción que estaba sonando acabó bruscamente, la maquinaría zumbó y volvió a sonar “El coro del yunque”.
–¿Y por qué el hotel Overland? –preguntó Truman.
–Truman prefiere el Fairmont –dijo Audrey–. Truman cree que todo el mundo debiera alojarse en el Fairmont.
–Miguel no tenía dinero –explicó George–. Sólo el que le daba monseñor. La idea era que se quedara allí justo el tiempo suficiente para aprender inglés y un oficio. Luego conseguiría un trabajo y podría mantenerse.
–Parece razonable –dijo Truman.
Audrey se echó a reír.
–Truman, me haces gracia. Eso es exactamente lo que pensé que dirías. Pero demos la vuelta a las cosas por un minuto. Digamos que por alguna razón tú, Truman, te encuentras en Manila sin un céntimo. No conoces a nadie, no entiendes nada de lo que hablan y vas a parar a un hotel donde la gente se está pinchando y palmándola en las escaleras y prendiendo fuego a sus habitaciones todo el rato. ¿Cuánto español aprenderías viviendo de esa manea? ¿Qué clase de oficio? Sé realista. Esa no es una existencia razonble.
–San Francisco no es Manila –dijo Truman–. Créeme, yo he estado allí. Por lo menos aquí tienes una posibilidad. Además, no es cierto que no conociera a nadie. ¿Qué pasa con monseñor?
–Fantástico –dijo Audrey–. Un cura que va por ahí con un lagarto en un dedo. Un amigo estupendo. O, como tú dirías, un contacto estupendo.
–Nunca, que yo sepa, he usado la palabra contacto en ese sentido –dijo Truman.
George había estado con la vista  clavada en su copa de coñac, que sostenía con ambas manos. Levantó los ojos y miró a Audrey.
–En realidad –dijo–, Miguel no estaba totalmente perdido. De hecho, se las arregló bastante bien durante algún tempo. Monseñor Strauss le metió en un curso para mecánicos en la casa Porsche-Audi en Van Ness, y aprendía el inglés a una velocidad tremenda. Es asombroso, ¿verdad?, lo que uno es capaz de hacer cuando no tiene alternativa –George hizo rodar la copa entre las palmas  de sus manos–. Los drogotas le dejaron en paz, por muy increíble que parezca. No se metían con él en los vestíbulos ni nada. Era como si Miguel viviera en una dimensión distinta de la suya, y en cierto modo así era. Iba a misa diariamente y cantaba en el coro. Allí fue donde yo le conocí. Miguel tenía una hermosa voz de barítono, verdaderamente hermosa. Estaba sumamente orgulloso de su voz. Y también de su cuerpo. Comía exactamente tanto de esto y tanto de lo otro. Hacía complicados ejercicios todos los días. Y hasta se daba masajes faciales para evitar que le saliera papada.
–Ahí lo tienes –dijo Truman a Audrey–. Existe el carácter –como ella no contestó, añadió–: Lo que quiero decir es que uno no está necesariamente limitado por las circunstancias.
–Ya sé lo que quieres decir –dijo Audrey–. La historia no ha terminado todavía.

Truman pasó su sombrero de una rodilla a la mesa. Cruzó los brazos sobre el pecho.
–Tengo todo un día por delante –le dijo a Audrey.
Ella asintió, pero sin mirarle.
George bebió un sorbo de coñac. Después cerró los ojos y se pasó la punta de la lengua por los labios. Luego bajó la cabeza de nuevo y fijó la mirada en la copa.
–Miguel conoció a una mujer –dijo–, como nos pasa a todos. Se llamaba Senga. Yo supongo que primitivamente su nombre sería Agnes, y que le dio la vuelta con la esperanza de resultar más interesante a las personas del género masculino. Senga tenía por lo menos diez años más que Miguel, puede que más. Tenía una hija en octavo, creo. Senga era una especialista en finanzas en B. of A. No recuerdo dónde se conocieron. Salieron durante algún tiempo; luego ella cortó. Supongo que para ella fue algo intrascendente, pero para Miguel era serio. Adoraba a Senga, y uso esa palabra con conocimiento de causa. Montó un pequeño altar para ella en su habitación. Una foto de Senga cuando terminó los estudios secundarios, rodeada de diversos objetos que ella había llevado o utilizado. Peines, pañuelos, frascos de perfume vacíos. Un montón de cosas. Cómo los consiguió, no tengo ni idea, si ella se los dio o él los cogió. Lo extraño es que sólo salió con ella unas cuantas veces. Dudo mucho que llegaran a acostarse.
–No se acostaron –dijo Truman.
George le miró.
–Si se hubieran acostado –dijo Truman– no le habría puesto un altar.
Audrey meneó la cabeza.
–Truman puro –dijo–, Truman de ley.
Él le palmeó un brazo.
–No te ofendas –le dijo.
–Sea como sea –dijo George–, Miguel no estaba dispuesto a renunciar, y ésa fue la causa de todo el problema. Primero le escribió cartas, largas cartas sensibleras en un inglés entrecortado. Me dio a leer una para que le corrigiera la ortografía y esas cosas, pero era totalmente imposible. Era todo fragmentos y repeticiones. Sin párrafos. Simplemente se la devolví al cabo de unos días y le dije que estaba bien. Miguel pensaba que las cartas convencerían a Senga, pero ella nunca le contestaba, y después de algún tiempo empezó a llamarla a todas horas. Ella se negaba a hablar con él. En cuanto oía su voz le colgaba. Finalmente consiguió un número que no aparecía en la guía telefónica. Quería que fuese a B of A a defender su causa, que actuara como una especie de garante de su carácter. Cosa que, después de alguna reflexión, acepté hacer.
–Ajá –dijo Truman. La trama se complica. Entra Miles Standish.
–Sabía que dirías eso –dijo Audrey.
Se terminó su bebida y miró a su alrededor, pero la camarera estaba sentada en la barra, de espaldas a ellos, fumando un cigarrillo.
George se quitó las gafas, las sostuvo a la luz y se las volvió a poner, diciendo:
–Así que George sale resueltamente para conocer a Senga. Senga… ¿no os sugiere ese nombre a una reina de la selva? Ojos que relumbran, daga en la cadera, pechos asomando por encima de una piel de leopardo. Pues no era el caso. Esta Senga seguía siendo una Agnes. Delgada, con aspecto de ejecutiva. Y muy gruñona. No bien mencioné el nombre de Miguel, me enseñó la puerta y me dio un mensaje para él: si volvía a molestarla pondría a la policía tras él. Esas fueron sus palabras, y las decía en serio. Una semana después, más o menos, Miguel la siguió desde el trabajo a casa, e inmediatamente ella contrató a un abogado para ocuparse del caso. El resultado fue que Miguel tuvo que firmar un papel diciendo que entendía que sería arrestado si volvía a escribir, llamar o seguir a Senga. Firmó, pero con reservas, como si dijéramos. Me dijo: “Jorge, firmo, pero no acepto”. Le contesté: “Nobles palabras, pero más te vale aceptar, porque de lo contrario esa mujer te hará encerrar”. Miguel dijo que la prisión no le asustaba, que en su país todas las mejores personas estaban en prisión. Efectivamente, a los pocos días siguió a Senga a su casa una vez más y ella cumplió lo prometido: le hizo encerrar.
–Pobre chio –dijo Audrey.
Truman había estado intentado atraer la atención de la camarera, que rehuía mirarle. Se volvió a Audrey.
–¿Qué significa eso de “pobre chico”? ¿Qué me dices de la chica? ¿Se Senga? Está tratando de conservar un trabajo y de alimentar a una hija, y mientras tanto tiene a un filipino persiguiéndola por toda la ciudad. Si quieres sentir pena por alguien, siéntela por ella.
–Lo siento –dijo Audrey.
–De acuerdo entonces.
Truman miró de nuevo a la camarera y en ese momento Audrey cogió la copa e George y bebió un sorbo. George le sonrió.
–¿Qué le pasa a esa mujer? –dijo Truman. Meneó la cabeza–. Renuncio.
George asintió.
–En resumen –dijo–, fue un asunto serio. Très sérius. Fijaron una fianza de veinte mil dólares, que monseñor Strauss no pudo reunir. Y por descontado, un servidor tampoco. Así que Miguel se quedó en la cárcel. El agobado de Senga quería sangre y metió a los de Inmigración en el asunto. Amenazaban con revocar el visado de Miguel y expulsarlo del país. Finalmente monseñor Strauss consiguió sacarle, pero fue, como diría el duque, por los pelos. Resultó que a Senga iban a trasladarla a Portland al cabo de un mes o cosa así, y monseñor le convenció de que retirase los cargos, con la condición de que Miguel no se acercaría a quince kilómetros de los límites de esa ciudad mientras ella viviera allí. Hasta que ella se marchara Miguel viviría con monseñor Strauss en la rectoría, bajo su supervisión personal. Monseñor aceptó también pagar los honorarios del abogado de Senga, que eran disparatados. Absolutamente disparatados.
–¡Y cuál era la última condición? –preguntó Truman.
–La simplicidad misma –respondió George–. Si Miguel no cumplía, le pondrían en el primer avión para Manila.
–Eso parece ilegal –dijo Truman.
–Quizá. Pero ése era el acuerdo.
Empezó una nueva canción en el tocadiscos tragaperras. Los viejos de la puerta dejaron de discutir, y cada uno de ellos pareció ensimismarse de repente.
–Escuchad –dijo Audrey–. Es él. Caruso.
El disco estaba gastado y producía el efecto de ruidos parásitos detrás de la voz de Caruso. La música, llegando a través del ruido parásito, le hizo recordar a Charlie las emisiones de radio culturales de Europa que sus padres escuchaban con tanta gravedad cuando él era niño. A veces la voz de Caruso cas se perdía, pero luego volvía a subir. Los viejos estaban inmóviles. Uno de ellos empezó a llorar. Las lágrimas caían libremente de sus ojos abiertos y corrían por sus mejillas.
–Así que ése era Caruso –dijo Truman cuando la canción terminó– Siempre me había preguntado a qué se debía tanta fama. Ahora lo sé. A eso lo llamo yo cantar.
Sacó la cartera y dejó algo de dinero sobre la mesa. Examinó el dinero que quedaba en la cartera antes de guardarla.
–¿Lista¿ –le preguntó a Audrey.
–No –dijo ella–. Termina la historia, George.
George se quitó las gafas y las puso sobre la mesa, al lado de su copa. Se frotó los ojos.
–Está bien –dijo–. Volvamos a Miguel. Según lo acordado, vivió en la rectoría hasta que Senga se fue a Portland. Y además se portó bien. Ni cartas, ni llamadas, ni seguimientos. En pijama todas las  noches antes de las diez. Entonces Senga se fue y Miguel volvió al Overland. Durante algún tiempo parecía bastante desesperado, pero al cabo de una semana pareció superarlo.
»Digo “pareció” porque estaban sucediendo más cosas de las que se veían. O al menos de las que veía yo. Una noche estoy yo en su casa escuchando, lo creáis o no, Tristán, cuando suena el teléfono. Al principio nadie dice nada; luego llega una voz en un susurro: “Ayúdame, Jorge, ayúdame”, y naturalmente, sé quién es. Dice que necesita verme en seguida. Sin ninguna explicación. Ni siquiera me dice dónde está. Tengo que suponer que está en el Overland, y allí es donde le encuentro, en el vestíbulo.
–George lanzó una risita.
–En realidad –dijo–, por poco no le veo. Tenía toda la cara vendada, desde la nariz hasta la parte alta de la frente. Si no le hubiera estado buscando, no le habría reconocido. En la vida. Estaba sentado, rodeado de sus maletas y con un bastón blanco sobre las rodillas. Cuando le hice saber que estaba allí, me dijo: “Jorge, estoy ciego”. Le pregunté qué había ocurrido. No quería decírmelo. En cambio, me dio un codazo de papel y me pidió que llamara a Senga y le dijera que se había quedado ciego y que llegaría a Portland en autocar a las once de la mañana siguiente.
–Cielo santo –dijo Truman–. Lo estaba fingiendo, ¿no es eso? Quiero decir que no estaba ciego realmente, ¿verdad?
–Esa es una pregunta interesante –dijo George–. Porque si bien he de decir que Miguel no estaba realmente ciego, también he de decir que no estaba fingiendo realmente. Pero sigamos. Senga no se conmovió. Me ordenó que le dijera a Miguel que no sería ella, sino la policía, quien le estaría esperando. Miguel no le creyó. “Jorge, ella estará allí”, me dijo. Y eso fue todo. Se acabó la discusión.
–¿Fue? –preguntó Truman.
–Claro que fue –dijo Audrey–. La amaba.
George asintió.
–Yo mismo le metí en el autocar. Le conduje hasta su asiento, de hecho.
–Así que seguía llevando las vendas –dijo Truman.
–Oh, sí. Las seguía llevando.
–Pero es un viaje de doce o trece horas. Si no le pasaba nada en los ojos, ¿por qué no se quitó el vendaje y se lo volvió a poner cuando el autocar fuera a llegar a Portland?
–Audrey puso su mano sobre la de Truman.
–Truman –dijo–, tenemos que hablar de algo.
–No lo entiendo –insistió Truman–. ¿Por qué viajar ciego? ¿Por qué hacer todo ese trayecto en la oscuridad?
–Truman, escucha –dijo Audrey.
Pero cuando Truman se volvió hacia ella Audrey retiró su mano y miró a George al otro lado de la mesa. George tenía los ojos cerrados. Sus dedos estaban cruzados como si estuviera rezando.
–George –dijo Audrey–. Por favor. Yo no puedo.
George abrió los ojos.
–Díselo –dijo Audrey.
Truman miró alternativamente del uno a la otra.
–Esperad un momento –dijo.
–Lo siento –dijo George–. Esto no es fácil para mí.
Truman miraba fijamente a Audrey.
–Eh –dijo.
Ella empujó su vaso vacío adelante y atrás.
–Tenemos que hablar –dijo.
El acercó su cara a la de ella.
¿Acaso crees que porque gano mucho dinero no tengo sentimientos?
–Tenemos que hablar –repitió ella.
–Ciertamente –dijo George.
Los tres permanecieron sentados durante un rato. Luego Truman dijo:
–Se acabó el pastel.
Unos minutos más tarde los tres se levantaron y salieron del café.

La camarera estaba sentada en la barra sola, inmóvil, excepto cuando levantaba la cabeza para lanzar el humo al techo. Junto a la puerta, los italianos se estaban jugando los palillos de dientes a los dados. “El coro del yunque” sonaba nuevamente en el tocador tragaperras. Era la primera pieza de música clásica que Charlie había oído suficientes veces como para hartarse de ella, y ahora estaba harto de ella.
Cerró la revista que había estado fingiendo leer, la dejó sobre la mesa y salió.
Aún había niebla y hacía más frío que antes. El padre de Charlie le había desaconsejado que se trasladara a San Francisco en mitad del verano, incluso había citado a Mark Twain, en el sentido de que el invierno más frío que Mark Twain había soportado fue el verano que pasó en San Francisco. Este había sido especialmente malo; hasta los nativos lo decían. La verdad era que estaba empezando a deprimir a Charlie. Pero no se lo había reconocido a su padre, como tampoco había reconocido que su trabajo le agotaba y apenas le daba lo suficiente para vivir, o que los amigos de los que hablaba en sus cartas a casa no existían, o que los editores a quienes había enviado su novela se la habían devuelto sin comentario, todos menos uno, que había garabateado a lápiz sobre la página del título: “¿Está usted de broma?
La habitación de Charlie estaba en Broadway, en la cima de la colina. La pendiente era tan acentuada que habían tenido que hacer escalones en las aceras y cerrar la calle con un muro de cemento debido a los coches que perdían los frenos al bajar. A veces, por la noche, Charlie se sentaba sobre ese muro y miraba hacia las luces de North Beach y pensaba en todos los escritores que estarían allí, inclinados sobre sus mesas, llenando páginas y páginas con palabras bien escogidas. Pensaba que estos escritores se reunirían de madrugada para beber vino y leer la obra de los otros y hablar de las cosas que pesaban en sus corazones. Estos eran los hombres y mujeres brillantes y las conversaciones profundas de las que Charlie escribía a sus padres.
Estaba al borde de renunciar. Él mismo no sabía hasta qué punto estaba al borde de renunciar hasta que salió del café esa noche y notó que acababa de decidir continuar a pesar de todo. Se quedó allí parado y escuchó la sirena de la niebla en la bahía. La tristeza de ese sonido, la idea de él mismo deteniéndose a escucharlo, la densidad de la niebla, todo ello le proporcionó una sensación de placer.
Charlie oyó violines tras él cuando la puerta del café se abrió; luego se cerró de un portazo y los violines cesaron. Una voz profunda dijo algo en italiano. Una voz más alta le respondió y ambas voces se alejaron juntas calle abajo.
Charlie se volvió y echó a andar cuesta arriba, pasando junto a las farolas que brillaban con gotas de agua, paredes que rezumaban y ventanas oscuras. Una china apareció a su lado. Sostenía ante sí una langosta que agitaba sus patas de un lado a otro, como si estuviera dirigiendo una orquesta. La mujer apretó el paso y desapareció. La pendiente empezó a hacerse más pronunciada bajo los pies de Charlie. Se detuvo para recobrar el aliento y oyó de nuevo la sirena de la niebla. Sabía que en alguna parte, allí fuera, un barco se dirigía a puerto a pesar del solemne aviso, y mientras caminaba Charlie se imaginaba arrodillado en la proa, con un farol en la mano, atento a la luz que brillaba justo ante él. Cualquier distracción desvanecida. Demasiado vigilante para tener miedo. La lengua humedeciendo los labio, los ojos muy abiertos, listo para avisar en esta niebla cambiante, que en cualquier momento podía revelar cualquier cosa.

"El cocodrilo", por Felisberto Hernández

En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.
El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:
-¿Qué quieres?
-¿Está el dueño?
-No hay dueño. La que manda es mi mamá.
-¿Ella no está?
-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
-Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:
-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:
-Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:
-Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:
-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:
-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:
-Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo...
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:
-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:
-¡Ay! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
-Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:
-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...
Intervino el dueño:
-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
-No, con media docena...
-La casa no vende por menos de una...
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.
Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!
Y la voz enferma del gerente le respondió:
-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...
El corredor interrumpió:
-¡Pero a mí no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
-¿Cómo, y quién le ha dicho?
-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
-¿Y por qué?
-¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.
-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
-Venga mañana y hablaremos de eso.
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.
-¿Así que usted llora por gusto?
-Es verdad.
-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
-¿Qué le pasa?
Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...
El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:
-¡Cocodriiilooooo!!
Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:
-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:
-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:
-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:
-Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!"
Por fin vino y me dijo:
-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:
-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:
-Déme de esa última.
Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.
Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:
-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:
-¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:
-Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".
-Es verdad, me gusta.
Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.